Casi
siempre, esa gente se vuelve lacrimosa. Cuando alguien la encuentra se
pone a contarle su desgracias hasta que otra de sus desgracias acaba
siendo que nadie quiere encontrársela.
Esto último no le pasó
nunca a la tía Ofelia, porque a ella la vida la cercó varias veces con
su arbitrariedad y sus infortunios, pero mi tía jamás abrumó a nadie con
la historia de sus pesares. Dicen que fueron muchos, pero nadie sabe
siquiera cuántos, y menos las causas, porque ella se encargó de
borrarlos cada mañana del recuerdo ajeno.
Era una mujer de
brazos fuertes y expresión juguetona, tenía una risa suave y contagiosa
que supo soltar siempre en el momento adecuado. En cambio, nadie la vio,
jamás, llorar.
A veces le dolían el aire y la tierra que
pisaba, el sol de amanecer, la cuenca de los ojos. Le dolía como un
vértigo el recuerdo y como la peor amenaza el futuro. Un tiempo
despertaba a media noche con la certidumbre de que se partiría en dos,
segura de que dolor se la comería de golpe. Pero apenas había luz para
todos, ella se levantaba, se ponía la risa, se acomodaba el brillo en
las pestañas y salía a convivir con los demás como si los pesares la
hicieran flotar.
Nadie se atrevió nunca a compadecerla. Era tan
extravagante su fortaleza, que la gente empezó a buscarla para pedirle
ayuda. ¿Cuál era su secreto? ¿Quién amparaba sus aflicciones? ¿De dónde
sacaba el talento que la mantenía erguida frente a las peores
desgracias? Un día le contó su secreto a una mujer joven cuya pena
parecía no tener remedio:
“Hay muchas manera de dividir a los
seres humanos”, le dijo. “Yo los divido entre los que se arrugan para
arriba y los que se arrugan para abajo. Y quiero pertenecer a los
primeros. Quiero que mi cara de vieja no sea triste, quiero tener las
arrugas de la risa y llevármelas conmigo al otro mundo. Quién sabe lo
que habrá que enfrentar allá.”
28 junio, 2014
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